En estos días cayó en mis manos un libro publicado en 1985 que me retrotrajo a etapas de mi temprana juventud. “El Efecto Aladino”, título del libro, pretende demostrar en su desarrollo que “para que a uno le den, hay que pedir” o, en léxico popular, saber que “el bebé que no llora, no mama”. En la medida en que me adentraba en la lectura de este texto de auto-ayuda me fui paseando por diferentes situaciones de mi vida que sin lugar a duda me significaron, en alguna medida, pérdidas de oportunidades.
Recordé, por ejemplo, cuando me llevaban de niño a visitar a mi tío Tony Manrique, un generoso hermano de mi abuela materna. La enseñanza en nuestro hogar era tajante en cuanto a que cada vez que nos ofrecieran cualquier cosa -un dulce, un aventón en el auto o un regalo-, debíamos rechazarla como muestra de buena educación.
Pero era el caso de que mi querido tío me homenajeaba en cada visita con un obsequio de ¡cinco bolívares! en una época en que se podía adquirir con ese monto el equivalente a 20 sodas. El rito consistía entonces en el intento de mi tío de darme su anhelado óbolo y yo de rechazárselo sin mucho énfasis; al final él debía “convencerme” para que yo, con mucha dignidad, aceptara.
Y no digamos de las oportunidades que uno pierde en cosas de amores. Cuantas veces no hemos tenido en frente de nuestras narices a la mujer de nuestra vida y no nos hemos atrevido siquiera a esbozarle una leve sonrisa. Recuerdo que siendo un adolescente practicaba a bailar salsa y merengue en la soledad de mi habitación pero la timidez me impedía arriesgarme al lanzamiento público de mis habilidades.
El miedo al rechazo me mantuvo por siempre alejado de las pistas de baile hasta que un buen día, Judith Ruiz, una intuitiva amiga, me obligó, en acto de fuerza femenina, a bailar con ella “La Vaca Vieja”, al son de la inolvidable Billo’s Caracas Boys. De allí en adelante todo fue “coser y cantar” a pesar de que Natacha, que era quien realmente me fascinaba, ya se había empatado con un chamo de la cuadra que era un fenómeno bailando rock and roll.
Y no hablemos de las chicas. Desde niñas les enseñan a ser dignas e indiferentes con los ejemplares del sexo opuesto al punto de que nos la ponen bien difícil a la hora de la conquista, aun cuando íntimamente mueran por ceder…En fin, conociendo ahora esta faceta de la naturaleza humana me suele venir a la mente la frase del gran Dale Carnegie cuando decía que “la venta comienza cuando el cliente dice no”.
Y todo iría muy bien si esta actitud se quedara en el ámbito de la adolescencia; el problema es que si la trasladamos al mundo de los negocios podría convertirse en un pesado lastre para lograr el éxito empresarial. Es esto tan cierto que con mucha frecuencia nos abstenemos de hacer preguntas para no parecer ignorantes ante nuestros subalternos, jefes o compañeros de trabajo.
En ocasiones “volamos por instrumentos” para hacerle creer a los demás que dominamos un determinado tema. En este sentido, siempre he admirado a mi amigo Jacobo Pimentel por la capacidad inmensa que tenía para preguntar, aun sobre temas que el dominaba a la perfección. Me decía Jacobo con picardía que la mejor manera de halagar a alguien era haciéndole hablar sobre lo que sabía.
En ocasiones creemos que no somos lo suficientemente importantes como para merecer un ascenso, un préstamo o un simple abrazo o somos estúpidamente orgullosos como para atrevernos a pedir algo que en justicia merecemos. Algunos llegamos al extremo de ser remolones hasta para preguntarle una dirección a un extraño, aun estando perdidos…
Sugiero, pues, que de ahora en adelante apliquemos algunas fórmulas del Efecto Aladino y procedamos a romper las cadenas culturales y psicológicas que nos impiden obtener lo que racionalmente deseamos.
Empecemos, de una vez, por redactar una lista de deseos o propósitos que consideremos alcanzables, clasificándolos como inmediatos, a corto, mediano y largo plazos. Escribámoslos en un papel o en la computadora.
Dediquémonos ahora a meditar sobre los propósitos inmediatos y engavetemos temporalmente a los demás. Cerremos los ojos e imaginemos los pasos previos a la materialización de nuestra fantasía, detalle a detalle.
Si se trata, por ejemplo, de firmar un contrato reproduzcamos mentalmente todas las acciones que tomaremos ese día desde que nos levantamos, cuando nos vestimos, nuestro traslado al sitio de la firma, los personajes que intervendrán en el acto, los argumentos que expondremos para convencer a nuestro cliente y, al fin, el anhelado momento del cierre. Si nuestra propuesta es razonable veremos cómo pasmosamente los hechos que imaginamos con vehemencia, se van reproduciendo en la realidad.
En la medida en que se vayan cristalizando nuestros deseos iremos adquiriendo cada vez mayor confianza para emprender nuevas y mayores aventuras. Sabemos que en la vida todo tiene su momento pero es bueno reconocer a tiempo si hemos estado entrampados en nuestros sueños o en nuestros temores y si debemos ya salir a darle la cara al éxito.
Por eso les envío un consejo final: Pidan, pidan, pidan y pidan hasta que sus sueños se conviertan en realidad…